En la bota más famosa del Mare Nostrum, a medio camino entre Roma y Milán, centro de un congreso de colinas infestadas de oníricas villas toscanas, encontramos la ciudad de Florencia. Ajena al paso del tiempo, la romana Florentia, es hoy un museo al aire libre en la que doblar una esquina supone descubrir una obra maestra de Brunelleschi, la culminación de un sueño de Vasari o un proyecto finalizado de Ghiberti.
Pese a lo que pudiera parecer a primera vista, a un burgalés a punto de sucumbir preso del síndrome de Stendhal, Florencia le evoca por momentos su tierra burgalesa. Dos históricas ciudades, cabezas de potentes reinos con pasados ligados a la lana; uno dirigido desde el Consulado del Mar, otro desde el palazzo dell´Arte della Lana. Orgullo patrio son el duomo y la catedral de Santa María, hitos centrípetos desde los cuales oteamos el cinturón vegetal que nos rodea, sin riesgo a confundirlo con el verde artificial del Artemio Franchi y El Plantío, donde los parroquianos saben de desapariciones y refundaciones. Y desde el piazzale Michelangello, lo mismo que podríamos hacer desde el Mirador del Castillo, contemplamos el Arno y el Arlanzón, espinas dorsales y fronteras naturales entre el centro y los arrabales medievales.
Paralelismos existen también allende las murallas urbanas. Castilla y Toscana son cunas de idiomas nacionales, como lo son de Chianti, Riojas y Riberas, de gente emprendedora, introvertida y noble, sufridora de climas extremos y de mosquitos chupa sangre, nacidos los unos a la vera del Arno, originarios de un río llamado Pisuerga los otros.
Pero sin embargo, pese a las semejanzas, hay un elemento que resulta fundamental y diferenciador. Y es que a pesar de la tradición gastronómica italiana y de su gusto por la buena comida, los gnocchis, spaghettis y raviolis siguen arrodillándose en mi paladar ante las insuperables y añoradas ollas poderidas de mi abuela.
Pese a lo que pudiera parecer a primera vista, a un burgalés a punto de sucumbir preso del síndrome de Stendhal, Florencia le evoca por momentos su tierra burgalesa. Dos históricas ciudades, cabezas de potentes reinos con pasados ligados a la lana; uno dirigido desde el Consulado del Mar, otro desde el palazzo dell´Arte della Lana. Orgullo patrio son el duomo y la catedral de Santa María, hitos centrípetos desde los cuales oteamos el cinturón vegetal que nos rodea, sin riesgo a confundirlo con el verde artificial del Artemio Franchi y El Plantío, donde los parroquianos saben de desapariciones y refundaciones. Y desde el piazzale Michelangello, lo mismo que podríamos hacer desde el Mirador del Castillo, contemplamos el Arno y el Arlanzón, espinas dorsales y fronteras naturales entre el centro y los arrabales medievales.
Paralelismos existen también allende las murallas urbanas. Castilla y Toscana son cunas de idiomas nacionales, como lo son de Chianti, Riojas y Riberas, de gente emprendedora, introvertida y noble, sufridora de climas extremos y de mosquitos chupa sangre, nacidos los unos a la vera del Arno, originarios de un río llamado Pisuerga los otros.
Pero sin embargo, pese a las semejanzas, hay un elemento que resulta fundamental y diferenciador. Y es que a pesar de la tradición gastronómica italiana y de su gusto por la buena comida, los gnocchis, spaghettis y raviolis siguen arrodillándose en mi paladar ante las insuperables y añoradas ollas poderidas de mi abuela.